B
escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos
escritores, aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de
escritores. En uno de los relatos aborda la figura de A, un autor de su misma
edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las mayores
ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no
es famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias.
Sin embargo entre A y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de
la pequeña burguesía o de un proletariado más o menos acomodado. Ambos son de
izquierdas, comparten una parecida curiosidad intelectual, las mismas carencias
educativas.
La meteórica carrera de A, sin embargo, ha dado a sus escritos un
aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al
principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de
sus nuevos libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con
pesadez académica, con el talante de quien se ha servido de la literatura para
alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde su torre de nuevo
rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que ahora
se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha
convertido en un meapilas.
B,
decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no
es cruenta (sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de
un libro más o menos extenso). Crea un personaje, Alvaro Medina Mena, escritor
de éxito, y lo hace expresar las mismas opiniones que A. Cambian los
escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía, Medina Mena lo hace
contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el arte
contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la
pornografía. La historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de
historias, la mayoría mejores (si no mejor escritas, sí mejor organizadas). El
libro de B se publica –es la primera vez que B publica en una editorial grande–
y comienza a recibir críticas. Al principio su libro pasa desapercibido. Luego,
en uno de los principales periódicos del país, A publica una reseña
absolutamente elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás críticos y
convierte el libro de B en un discreto éxito de ventas. B, por supuesto, se
siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio, luego, como suele
suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste,
sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un
mal crítico.
Pero
al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico (no tan
importante como aquel en donde publicó su reseña), A menciona una vez más el
libro de B, de forma por demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable:
«Un espejo que no se empaña» En el tono de A, sin embargo, B cree descubrir
algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor famoso le dijera: no creas
que me has engañado, sé que me retrataste, sé que te burlaste de mí. Ensalza mi
libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza mi libro para que
nadie lo identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha dado
cuenta de nada y nuestro encuentro escritor–lector ha sido un encuentro feliz.
Todas las posibilidades le parecen nefastas. B no cree en los encuentros
felices (es decir inocentes, es decir simples) y comienza a hacer todo lo
posible para conocer personalmente a A. En su fuero interno sabe que A se ha
visto retratado en el personaje de Medina Mena. Al menos tiene la razonable
convicción de que A ha leído todo su libro y que lo ha leído tal como a él le
gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por qué se ha referido a él de esa
manera? ¿Por qué elogiar algo donde se burlan –y ahora B cree que la burla,
además de desmesurada, tal vez ha sido un poco injustificada– de ti? No
encuentra explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta de la
sátira, probabilidad nada despreciable dado que A cada vez es más imbécil (B
lee todos sus artículos, todos los que han aparecido después de la reseña
elogiosa y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a puñetazos su cara, la
cara de A cada vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la santa
impaciencia, como si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo
parecido).
Así
que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades
diferentes. A viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su
teléfono casi siempre marca ocupado o es el contestador automático el que
recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga en el acto pues le aterrorizan
los contestadores automáticos.
Al
cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta
olvidar el asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica
A es el primero en reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier
disciplina de lectura, piensa B. El libro ha sido enviado a los críticos un
jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos cinco folios, donde
demuestra, además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura lúcida,
clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que
antes había pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado.
Después se siente aterrorizado. Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera
el libro entre el día en que la editorial lo envió a los críticos y el día en
que lo publicó el periódico: un libro enviado el jueves, tal como va el correo
en España, en el mejor de los casos llegaría el lunes de la semana siguiente.
La primera posibilidad que a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin
haber leído el libro, pero rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha
leído y muy bien leído su libro. La segunda posibilidad es más factible: que A
obtuviera el libro directamente en la editorial. B telefonea a la editorial,
habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya haya
leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está
contenta) y le promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se
puede poner de rodillas telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma
noche. El resto del día, como no podía ser menos, lo pasa imaginando historias,
cada una más disparatada que la anterior. A las nueve de la noche, desde su
casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por
supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del
libro de B con el tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la
reseña. La noticia devuelve la serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no
tiene nada en la nevera y decide salir a comer fuera. Se lleva el periódico en
donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles desiertas, luego
encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado antes y entra. Todas las
mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un rincón apartado
de la chimenea que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le pregunta qué
quiere. B dice que quiere comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo largo
y despeinado, como si se acabara de levantar. B pide una sopa y después un
plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a leer la reseña. Tengo que
ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise jugar a
esto, piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde
no vayan a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe
escribir, piensa B con desgana, tal vez con resignación). La comida le sabe a
tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del restaurante lo cala hasta
los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se arrastra
como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta
antibióticos y una dieta suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir
de casa, B decide llamar a un amigo y contarle toda la historia. Al principio
duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo cuento a él?, piensa. Pero no, A,
en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y acto seguido
se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder
a demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie
y muy pronto un miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que
alguien, un lector anónimo, se hubiera dado cuenta de que Alvaro Medina Mena es
un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le parece horrenda. Con más
de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable. ¿Pero
quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Alvaro
Medina Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su
libro, en la práctica sólo unos pocos, los lectores devotos de A, los
aficionados a los crucigramas, los que, como él, estaban hartos de tanta
moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para que
nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde escribir
una reseña elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta escribir un
pequeño libro sobre toda la obra de A (incluidos sus malhadados artículos de
periódico); desde llamarlo por teléfono y poner las cartas boca arriba (¿pero
qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el zaguán de su piso,
obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al
pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita
está exigiendo con tal actitud.
Finalmente
B no hace nada.
Su
nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le
parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el
papel de Catón de las letras (y de la política) españolas, es bastante generoso
con los nuevos escritores que saltan a la palestra. Al cabo de un tiempo B
olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su imaginación
desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio,
producto de sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado
por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo
de un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una anécdota algo desmesurada
en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio
sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B
acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio,
piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la
estancia en el hotel, por supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los
pocos días de estadía en la capital para visitar museos y descansar. El
coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y asiste como
espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos
a la casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples
eventos culturales, entre los que destacan una revista de poesía, tal vez la
mejor de las que aparecen en la capital, y una beca para escritores que lleva
su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo que acude a
cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera
pero deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas
horas de la madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince
pero con el paso de las horas se van sumando al convite una variopinta galería
de artistas en la que no faltan escritores pero donde es dable encontrar,
también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión, toreros.
En
determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el
honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se
domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa
y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras,
pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa, en alguna remota época
de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y cartílagos
movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente,
asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve
y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se
hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la
reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín
y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el
movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión
lógica: debe estar armado. Al principio B piensa en huir. No tarda en
comprender que la única salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que
la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las innumerables
habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa
B, tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún
escritor o escritora que desea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la
terraza, consigue una copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín.
Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar
no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y
decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta,
a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de una
pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle una
respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la
condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de
casa seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la
edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite
muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve
caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al
día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la
mañana a trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara
quedarse a vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde
llamando por teléfono a casa de A. En las primeras llamadas sólo escucha el
contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que dicen, uno después
del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato,
que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al
que ellos puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha
hecho algunas ideas respecto a A y a su compañera, a la entidad desconocida que
ambos componen. Primero, la voz de la mujer. Es una mujer joven, mucho más
joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a hacerse un lugar en la
vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la voz
de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un
año menos que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el
mensaje: ¿por qué el tono de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo
importante el que llama va a dejar de intentarlo y se va a contentar con dejar
su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra de
teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la
felicidad que los embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas
que B se hace obtiene respuesta. Pero sigue llamando, una vez cada media hora,
aproximadamente, y a las diez de la noche, desde la cabina de un restaurante
económico, le contesta una voz de mujer. Al principio, sorprendido, B no sabe
qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego guarda
silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a
hablar. Después, en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga.
Media hora más tarde, desde un teléfono de la calle, B vuelve a llamar.
Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la que pregunta, la que
espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero
hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no
contesta, pide perdón, insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice
la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda unos segundos, como si pensara quién es
B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado,
piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la
mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared
de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un
hombre y una mujer, A y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas
voces la de una tercera persona, un hombre, alguien con la voz mucho más grave.
En un primer momento parece que conversan, que A es incapaz de no prolongar
aunque sólo sea un instante una conversación interesante en grado sumo.
Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de
acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por
todas el teléfono. Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez
A. Después se hace un silencio repentino, como si una mujer invisible taponara
con cera los oídos de B. Y después (después de varias monedas de un duro)
alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa
noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en
insistir pero decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos
siguientes teléfonos que encontró estaban estropeados (la capital era una
ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por fin encontró uno en condiciones,
al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le temblaban como si
hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que
estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era
acopiar fuerzas y que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar
y al cabo de un rato, después de haber desechado varios bares por motivos
diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un establecimiento pequeño e
iluminado en exceso en donde se hacinaban más de treinta personas. El ambiente
del bar, como no tardó en notar, era de una camaradería indiscriminada y
bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas que no conocía de nada
y que normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia.
Se celebraba una despedida de soltero o la victoria de uno de los dos equipos
de fútbol locales. Volvió al hotel de madrugada, sintiéndose vagamente
avergonzado.
Al
día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro
que era incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que
encuentra, en una calle bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más,
contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es reconocido de inmediato. A no
está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio: sentimos mucho lo
que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando y
luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me
pareció que no era oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya
cualquier atisbo de discreción. Por varias razones, dice la mujer... A no se
encuentra muy bien de salud... Cuando habla por teléfono se excita demasiado...
Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo... A B la voz de la mujer
ya no le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el
trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al hombre de la voz
grave. Pese a todo, a B le parece encantadora. Miente como una niña mimada y
sabe de antemano que yo perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su manera de
proteger a A de alguna forma es como si realzara su propia belleza. ¿Cuánto
tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta que vea a A, luego
me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta)
y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los
emplea en imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo
mejor será que vengas esta noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice
B. Muy bien, te esperamos a cenar a las ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de
voz y cuelga.
El
resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un vagabundo o
como un enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo museo aunque sí entra
a un par de librerías en donde compra el último libro de A. Se instala en un
parque y lo lee. El libro es fascinante, aunque cada página rezuma tristeza.
Qué buen escritor es A, piensa B. Considera su propia obra, maculada por la
sátira y por la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A. Después
se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y
yonquis que a primera vista dan la impresión de movimiento pero que en realidad
no se mueven, aunque tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B
vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el
primer día de estancia en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego
vuelve a salir a la calle. A vive en el centro, en un viejo edificio de cinco
plantas. Llama por el portero automático y una voz de mujer le pregunta quién
es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que se abre
dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo sube al
piso de A, B cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de
lagartija o de serpiente.
En
el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto, pálido, un
poco más gordo que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B siente por un momento
que toda la fuerza que le ha servido para llegar a casa de A se evapora en un
segundo. Se repone, intenta una sonrisa, alarga la mano. Sobre todo, piensa,
evitar escenas violentas, sobre todo evitar el melodrama. Por fin, dice A, cómo
estás. Muy bien, dice B.
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