Sofía
Petrovna, esposa del notario Lubiantsev, hermosa mujer de unos veinticinco
años, avanzaba lentamente por el bosque en compañía del abogado Ilin, que
habitaba en una casa de campo vecina a la suya. Eran las cuatro y pico de la
tarde. Sobre el camino flotaban densas nubes blancas y esponjosas, por entre
las cuales, a retazos, asomaba el cielo, de un azul brillante. Las nubes
permanecían inmóviles, como atenazadas por las cimas de los viejos y altos
pinos. Reinaba la calma y hacía bochorno.
Allá
a lo lejos interceptaba el camino el terraplén de un ferrocarril por el que iba
y venía un guarda, armado de un fusil. E inmediatamente, tras el terraplén,
elevaba su blanca silueta una hermosa iglesia de seis cúpulas y techo mohoso.
—No esperaba encontrarle aquí — dijo
Sofía Petrovna bajando la vista y arrastrando la punta del quitasol por la
hojarasca seca—. Pero me alegro de haberle encontrado. Tengo que hablarle en
serio, para acabar de una vez: ¡por favor, Iván Mijaílovich: si verdaderamente
me ama usted y me respeta, cese en su persecución! Me sigue usted como mi
sombra, me mira con ojos devoradores, se me declara a cada momento, me escribe
unas cartas extrañas y… no sé cuándo va a terminar todo esto. ¿Adónde vamos a
parar, Dios mío?
—Y este cambio tan brusco de usted
ha venido a producirse hace dos o tres semanas, después de conocernos cinco años.
¡Me cuesta trabajo reconocerle, Iván Mijaílovich!
Sofía
Petrovna miró de soslayo a su acompañante. Él, con los ojos entornados, miraba,
atento, a las esponjosas nubes. Tenía su semblante una expresión distraída y
malhumorada; como la de quien, a más de sufrir, se ve obligado a oír una sarta
de estupideces.
—Es asombroso que no lo comprenda
usted —prosiguió la señora de Lubiantsev, encogiendo los hombros con
extrañeza—. Dese cuenta de que está tramando un asunto poco limpio. Soy casada;
quiero y respeto a mi marido… Tengo una hija… ¿O es que nada de eso le importa?
Además, usted, que es un viejo amigo, conoce mi opinión sobre la familia…,
sobre los fundamentos de la familia en general…
Ilin
carraspeó hastiado y exhaló un suspiro.
—¡Los fundamentos de la familia!
—murmuró—. ¡Señor!
—Sí, sí… Amo a mi marido, le respeto
y, en todo caso, velo por la tranquilidad de mi hogar. Prefiero matarme antes
que ocasionar la infelicidad de Andréi y de mi hija. Por Dios se lo ruego, Iván
Mijaílovich: ¡Déjeme en paz! Sigamos siendo buenos amigos, y acabe usted con
esos suspiros y esos ays que tan mal le cuadran. ¡Se terminó! Ni una palabra
más sobre este asunto. Vamos a hablar de otra cosa.
Sofía
Petrovna lanzó otra mirada de soslayo al rostro de Ilin. Éste miraba hacia arriba,
estaba pálido y se mordía, enojado, los labios temblorosos. Ella, sin
comprender el mal humor y la ira del abogado, se conmovió al verle tan pálido.
—No se enfade… Seamos amigos… —dijo,
dulcificando el tono—. ¿De acuerdo? Aquí tiene mi mano.
Ilin
cogió entre las suyas la mano diminuta y regordeta de ella, la apretó y se la
llevó lentamente a los labios.
—No soy un colegial —murmuró—. Y no
me seduce una relación de amistad con la mujer amada.
—¡Basta, basta! Resuelto y acabado.
Ya hemos llegado hasta el banco. Sentémonos un poco.
Un
grato sentimiento de sosiego inundó el alma de Sofía Petrovna: lo más difícil y
quisquilloso estaba ya dicho; el torturante problema había sido liquidado.
Ahora podía ya descansar y mirar cara a cara a Ilin. Le miró, en efecto, y el
sentimiento egoísta de la superioridad de la amada sobre el amante acarició su
espíritu. Le gustaba ver a aquel hombre vigoroso y gigantesco, de rostro
adusto, gran barba negra, esmerada educación y, al decir de muchos, gran
talento, sentarse obedientemente junto a ella y bajar la cabeza. Transcurrieron
unos minutos en silencio.
—Nada está resuelto ni liquidado —
comenzó Ilin—. Me habla usted como si lo leyera en un libro: «Amo y respeto a
mi marido… Los fundamentos de la familia…». Todo eso lo sé yo sin que usted me
lo diga. Es más: le aseguro, sincera y honradamente, que considero mi conducta
deshonrosa e inmoral. ¿Qué otra cosa puede decirse? Pero ¿a qué repetir cosas
archisabidas? En lugar de alimentar al ruiseñor con palabras tristes, sería
preferible que me aconsejase qué hacer.
—Ya se lo he dicho: márchese.
—De sobra sabe usted que me he
marchado cinco veces y todas me he vuelto a mitad de camino. Le puedo mostrar
los billetes del ferrocarril. Los conservo todos. Me falta coraje para apartarme
de usted. Lucho, lucho con denuedo; pero ¿qué le voy a hacer si no tengo valor,
si soy débil y pusilánime? ¡No puedo vencer a la naturaleza! ¿Me entiende? No
puedo. Huyo, pero ella me agarra de la chaqueta. ¡Maldita y abominable
impotencia!
Ilin,
acalorado y rojo, se levantó y comenzó a pasearse junto al banco.
—¡Me pongo más rabioso que un perro!
—rugió, apretando los puños—. Me odio y me desprecio a mí mismo. ¡Dios mío, voy
detrás de una mujer ajena como un chiquillo perverso, escribo cartas idiotas,
me humillo…!, ¡puf!
Agarrándose
la cabeza con las manos, exhaló un rugido y volvió a sentarse.
—Y para colmo, la insinceridad de
usted —continuó su lamentación—, Si le disgusta mi juego, ¿por qué ha venido?
¿Qué le ha empujado hacia aquí? En mis cartas le pido una respuesta categórica
y tajante: «sí» o «no». Y usted, en vez de contestar sin rodeos, se dedica a
«tropezarse» casualmente conmigo y a agasajarme con citas evangélicas…
Lubiantseva
enrojeció asustada: experimentó el malestar de una mujer decente a la que
sorprenden desnuda.
—Diríase que sospecha usted que haya
astucia por mi parte… —murmuró —. Siempre le he dado una respuesta clara y…, y
hoy le he pedido…
—¿Es que vale para algo el pedir en tales
casos? Si me hubiera dicho desde un principio: «Apártese de aquí», ahora no me
tendría a su lado; pero usted no me dijo eso. No me contestó francamente ni una
sola vez. ¡Entraña indecisión! O está jugando conmigo, o…
Sin
terminar la frase, apoyó la cabeza en los puños. Sofia Petrovna trató de
analizar su conducta del principio al fin. Recordó que, no sólo de hecho, sino
en lo más recóndito de su mente, siempre rehusó los galanteos de Ilin; pero, al
mismo tiempo, reconoció que las palabras del abogado contenían un grano de
verdad. Y, como no consiguió definir esta verdad, no supo qué responder a la
queja de Ilin por más que se esforzó. Para romper el embarazoso silencio, dijo,
encogiéndose de hombros:
—Ahora resulta que la culpa es mía.
—No la culpo de su insinceridad —
suspiró él—. Se me ha venido a los labios, y lo he dicho… Su insinceridad es
natural y está dentro del orden habitual de las cosas. Si, de buenas a
primeras, toda la gente se pusiera de acuerdo y se volviese sincera, el mundo
entero se iría al diablo.
Aunque
Sofía Petrovna no se sentía inclinada a filosofar, aprovechó de buena gana la
oportunidad de cambiar de conversación y preguntó:
—¿Por qué? —Porque únicamente los
salvajes y los animales son sinceros. Apenas la civilización hace necesaria una
virtud como la honestidad femenina, la sinceridad comienza a ser inoportuna…
Ilin,
enfadado, removió la tierra con el bastón. Lubiantseva le oía sin comprender
gran cosa, pero el tema le agradaba. Sentíase halagada de que un hombre de
talento hablase de cosas tan «profundas» con una mujer corriente como ella.
Otra cosa que le agradaba sobre manera era contemplar los movimientos de aquel
semblante pálido, joven, vivaz y malhumorado. Aún sin comprender mucho de lo
que él decía, la deslumbraba la gallarda audacia de hombre moderno con que él,
sin dudarlo un instante, resolvía los grandes problemas y hacía conclusiones
definitivas.
De
pronto, al darse cuenta de que estaba admirándole, se reportó, atemorizada.
—Perdone, pero no sé a qué vienen
sus palabras sobre la insinceridad — apresurose a decir—. Le repito mi súplica:
sea usted buen amigo y déjeme en paz. ¡Se lo ruego sinceramente!
—Bien. Continuaré luchando — suspiró
Ilin—, Procuraré seguir haciéndolo… Pero poca cosa dará de sí comprender mucho
de lo que él decía, la deslumbraba la gallarda audacia de hombre moderno con
que él, sin dudarlo un instante, resolvía los grandes problemas y hacía
conclusiones definitivas. De pronto, al darse cuenta de que estaba admirándole,
se reportó, atemorizada. —Perdone, pero no sé a qué vienen sus palabras sobre
la insinceridad — apresurose a decir—. Le repito mi súplica: sea usted buen
amigo y déjeme en paz. ¡Se lo ruego sinceramente! —Bien. Continuaré luchando —
suspiró Ilin—, Procuraré seguir haciéndolo… Pero poca cosa dará de sí mi ser.
Yo la amo a usted; la amo hasta el punto de haber perdido la cabeza, de haber
abandonado mi profesión y mi familia y de haberme olvidado de Dios. ¡Nunca en
la vida amé así!
Sofía
Petrovna, que no esperaba tal torrente, apartose un poco de Ilin y le miró,
como atemorizada. El abogado tenía lágrimas en los ojos; sus labios temblaban,
y una expresión de súplica ansiosa llenaba todo su rostro.
—¡La amo! —murmuró, fijando sus ojos
en los de ella, grandes y asustados —. ¡Es usted tan bella! Sufro mucho, pero
le juro que me pasaría la vida así, sufriendo y mirándola a los ojos. ¡Calle,
no hable, se lo suplico!
Ella,
como sorprendida de improviso, trató de hallar las palabras capaces de detener
a Ilin. «Debo marcharme», pensó. Pero no había tenido tiempo de hacer el menor
movimiento, cuando él estaba ya de rodillas ante ella. Abrazado a sus piernas,
la miraba fijamente y le hablaba con pasión, con fuego, con hermosas palabras.
Sofía Petrovna, presa de miedo y confusión, no le oía. En tan delicado trance,
con las rodillas apretadas como en un baño caliente, buscaba, no sin malicia,
una explicación a sus sensaciones. La contrariaba no sentirse embargada de
virtud rebelde, sino de impotencia, de languidez, de ese abandono tan propio
del borracho al que todo le importa un bledo. Sólo en las profundidades de su
alma oía una voz maligna y punzante: «¿Por qué no escapas? ¿O es que te
gusta?».
Tratando
de explicarse el sentido de sus actos, no comprendía por qué no retiraba la
mano, a la que Ilin estaba adherido como una sanguijuela, ni por qué se apresuró
a mirar, a la vez que él, a derecha e izquierda para ver si había alguien
observando. Los pinos y las nubes permanecían inmóviles y miraban adustos, al
modo de los viejos que, aunque ven las travesuras de los muchachos, guardan
silencio por una propina. El guarda, tieso como un poste sobre el terraplén,
parecía mirar hacia el banco.
«¡Que mire!», pensó Sofía Petrovna.
—¡Pero…, oiga usted! —profirió, al fin, con
acento desesperado—, ¿Adónde vamos a parar? ¿Qué consecuencias traerá esto?
—No sé, no sé… —musitó él, como si
tratase de eludir las preguntas molestas.
Oyose
el ronco y trepidante silbido de una locomotora. Este sonido frío y prosaico
hizo estremecerse a Lubiantseva.
—¡Debo marcharme…, es hora! —
exclamó, levantándose con rapidez— En ese tren viene Andréi… Querrá almorzar…
Sofía
Petrovna volvió hacia el terraplén el rostro encamado. Primero pasó lentamente
la locomotora, tras la que aparecieron los vagones. No era un tren de viajeros,
como creía Lubiantseva, sino de mercancías. Uno tras otro, en larga sucesión,
como los días del hombre, desfilaron los coches sobre el blanco fondo de la
iglesia. Parecían no tener fin.
Pero,
por último, el furgón de cola, con su farolillo, desapareció tras la
vegetación. Sofía Petrovna se volvió bruscamente y, sin mirar a Ilin, inició el
regreso por el caminillo entre los árboles. Ya era otra vez dueña de sí misma.
Roja de vergüenza, ofendida, no por Ilin, sino por su propia cobardía y por la
indiferencia con que, pese a su recato y pureza, había permitido que un extraño
le abrazase las piernas, sólo pensaba ahora en llegar a su casa, en reunirse
con su familia. El abogado apenas conseguía ir a su paso. Torciendo por una
estrecha vereda, Sofía Petrovna le miró con tanta rapidez, que sólo le vio las
rodillas sucias de tierna y le hizo una seña para que no la siguiese.
Ya
en casa, permaneció varios minutos de pie, inmóvil, en su habitación, puesta la
vista unas veces en la ventana y otras en la mesa de escritorio…
—¡Infame! —se apostrofaba a sí
misma—, ¡Infame!
Como
para mortificarse, recordó con todos los detalles, sin olvidar uno solo, que
durante los últimos días se había mostrado contraria a los galanteos de Ilin,
pero siempre se había sentido tentada de ir a darle una explicación. Es más:
mientras le tuvo a sus pies experimentó un placer extraordinario. Se acordó de
todo, sin compasión para consigo misma; y, sofocada de vergüenza, hubiera
querido darse de bofetadas.
«¡Pobrecito Andréi! —pensaba,
procurando poner cara de ternura al mencionar al marido—. Varia, mi infeliz hijita,
no sabe qué madre tiene. ¡Perdonadme, queridos míos! ¡Os quiero mucho…
muchísimo!».
Y,
para demostrarse a sí misma que seguía siendo buena madre y esposa y que aún no
estaban carcomidos los «fundamentos» a que se refirió en su conversación con
Ilin, corrió a la cocina y echó una bronca a la cocinera por no haber puesto
todavía la mesa para Andréi Ilich. Trató de imaginarse el aspecto fatigado y
hambriento de su marido; pronunció algunas palabras de compasión por él e
incluso le preparó la mesa, cosa que jamás había hecho. Acto seguido fue en
busca de su hija Varia, la tomó en brazos y la estrechó fuertemente contra su
pecho. Encontró a la niña pesada y fría, pero no quiso confesárselo y se puso a
explicar a la chiquilla lo bondadoso y honrado que era su papá.
Sin
embargo, cuando llegó Andréi Ilich apenas le saludó. Había decrecido el
arrebato de sentimiento afectado, sin demostrarle nada, pero irritándola por su
falsedad. Sentada junto a la ventana, sufría y rabiaba. Sólo en la desgracia puede
uno comprender cuán difícil es dominar sus sentimientos y sus ideas. Sofía
Petrovna refería después que, en aquel momento, estaba poseída «de una
confusión tan difícil de entender como lo es contar los gorriones de una
bandada en vuelo». Su indiferencia ante la llegada del marido y la contrariedad
que le produjo el modo de conducirse de éste durante el almuerzo, la indujeron
a creer que comenzaba a odiarle.
Andréi
Ilich, cansado y hambriento, no esperó a que le sirviesen la sopa: emprendiola
con la mortadela y se puso a devorarla ansioso, masticando ruidosamente y
moviendo mucho las cejas y las sienes.
«¡Dios mío! —pensó la esposa— Le
quiero y le respeto, pero… ¿por qué mastica de esa manera tan fea?».
Sus
ideas no eran menos desordenadas que sus sentimientos. Lubiantseva, como todos
los seres poco expertos en combatir las ideas desagradables, pretendía no
pensar en su desgracia; y cuanto más se esforzaba, con tanto mayor relieve
surgía en su mente la figura de Ilin, sus rodillas manchadas de tierra, las
esponjosas nubes, el tren…
«¿Quién me mandó ir, tonta de mí?
—seguía atormentándose—. Pero, por otra parte, ¿tan frágil soy que no puedo
responder de mí misma?».
El
miedo tiene los ojos grandes. Cuando Andréi Ilich terminó de almorzar, ella
había ya tomado una determinación: decírselo todo al marido y huir del peligro.
—Andréi, necesito hablar contigo seriamente
—le dijo cuando él, levantándose de la mesa, se quitó la chaqueta y las botas
para tenderse a descansar.
—¿Qué sucede?
—Vámonos de aquí.
—¿Adónde? Es demasiado temprano para
ir a la ciudad…
—No… Quiero decir que nos vayamos de
viaje… o algo por el estilo…
—¿De viaje? —murmuró el notario,
desperezándose—. Es mi sueño dorado, pero ¿de dónde saco el dinero y a cargo de
quién dejo la oficina?
Y,
luego de pensar un momento, añadió:
—Verdaderamente, tú debes aburrirte.
Vete sola si quieres.
Sofía
Petrovna aprobó la idea, pero al instante supuso que Ilin se aprovecharía para
marcharse con ella en el mismo tren y en el mismo vagón… Mientras así pensaba,
detuvo la vista en su marido, pesado y lánguido. Luego se quedó fija en los
pies de él, diminutos, casi femeninos, con calcetines a rayas, de cuyas puntas
pendían unas hilachas…
Un
moscardón golpeaba el cristal y zumbaba tras la cortina corrida. Sofía Petrovna,
mirando las hilachas, oía el ruido del moscardón y se imaginaba ir de viaje…
Vis a vis, día y noche, iba sentado Ilin, sin quitarle el ojo de encima,
rabioso de impotencia y pálido de dolor espiritual. Se tildaba a sí mismo de
niño perverso, se maldecía, arrancábase el cabello; pero, apenas se hacía la
oscuridad, aprovechando cualquier momento en que los restantes viajeros dormían
o bajaban en una estación, él se arrojaba a los pies de ella y le oprimía las
rodillas como aquella vez, en el banco…
De
pronto se recobró, dándose cuenta de que estaba soñando.
—Yo sola no voy a ninguna parte —
dijo al marido—. Tú debes acompañarme…
—Eso es pura quimera, Sofía —
suspiró Lubiantsev—. Hay que tener formalidad y desear solamente lo posible.
«Cuando sepas el motivo, ya verás
cómo aceptas viajar», dijo, para sí, Sofía Petrovna.
Decidida
a ponerse en camino a toda costa, se sintió a cubierto de todo peligro. Después
que sus ideas serenáronse poco a poco, recobró su alegría y hasta se permitió
pensar en las cosas más variadas: por mucho que pensara o soñase, de todas
maneras tendría que irse… Mientras dormía el marido, se echó la tarde encima.
Sofía Petrovna, en la sala, tocaba el piano. La animación nocturna en la calle,
los acordes de la música y, sobre todo, la idea de que había sabido afrontar el
peligro, terminaron de alegrarla. Otras mujeres —le susurraba su conciencia,
totalmente tranquila— quizá no hubieran sabido resistir en tal situación y
hubieran caído en el abismo; ella, en cambio, había estado a punto de morir de
vergüenza, había sufrido, y ahora huía de un peligro acaso inexistente. Su
virtud y entereza la conmovieron hasta el extremo de mirarse tres o cuatro
veces al espejo para ver su cara.
Ya
anochecido, acudieron varios invitados. Los hombres montaron una partida de
naipes en el comedor. Las damas ocuparon la sala de estar y la terraza. Ilin
fue el último en llegar. Mostrábase triste, sombrío y como enfermo. Durante
toda la velada no se movió del rincón en que tomó asiento. Locuaz y alegre
siempre, ahora permanecía silencioso y apesadumbrado, llevándose frecuentemente
la mano a los ojos. Para contestar a cualquier pregunta que se le hiciera,
sonreía forzado, moviendo sólo el labio superior, y hablaba con frases
entrecortadas, lleno de hiel. Bromeó unas cuantas veces; pero sus bromas
resultaron rudas e insolentes. Sofía Petrovna le creyó al borde del histerismo.
Sentada al piano, comprendió por primera vez que aquel infeliz no estaba para
bromas y que su enfermedad espiritual le quitaba todo sosiego: por ella
malograba los mejores días de su carrera y de su juventud, gastaba sus últimos
ahorros en la casa de campo, tenía abandonadas a su madre y a su hermana y, lo
que era peor, se consumía en una lucha torturante consigo mismo. Un sentimiento
elemental de humanidad exigía que se le tratase en serio…
Ella
lo comprendía así, con el corazón angustiado; y si en aquel mismo momento se
hubiese acercado a Ilin para decirle: «¡No!», lo habría hecho con tal fuerza en
la voz que hubiera sido difícil desobedecerla. Pero ni se acercó a él ni pensó
en ello. La mezquindad y el egoísmo de una criatura joven nunca influyeron en
ella tan intensamente como aquella noche. Se hacía cargo de que Ilin sufría, de
que estaba en el diván como sobre ascuas; y lo lamentaba en el alma, pero al
mismo tiempo la presencia de un hombre que la amaba hasta el sufrimiento la
colmaba de júbilo y le daba la sensación de su fuerza, de su juventud, de su
belleza, de su inaccesibilidad. Como, al fin y al cabo, había resuelto
marcharse, aquella noche quiso sentirse libre: coqueteó con unos y con otros,
rió a carcajadas, cantó con especial inspiración. Todo le hacía gracia y todo
era motivo de risa para ella. Reía al recordar la escena del banco y al guarda
mirando; se reía de los invitados, de las atrevidas bromas de Ilin y del
alfiler de su corbata, que ella no había visto hasta entonces y que
representaba una culebra con ojos de diamante. La culebra le parecía tan
graciosa, que la hubiera besado de buena gana.
Sofía
Petrovna cantó varias romanzas como nerviosa, con una especie de arranques
semiebrios y, cual si tratase de imitar dolores ajenos, eligió canciones
tristes y melancólicas que hablaban de ilusiones perdidas, del pasado, de la
vejez… «La vejez se acerca más y más», cantaba. ¡Con lo lejos que estaba de
ella!
«Creo que me pasa algo raro»,
pensaba, a veces, entre sus risas y sus canciones.
Los
invitados se despidieron a medianoche. Ilin fue el último en salir. Sofía
Petrovna tuvo aún valor para acompañarle hasta el peldaño inferior de la
terraza: deseaba ver qué efecto le producía enterarse de que ella pensaba salir
de viaje con su marido.
La
luna se había ocultado detrás de las nubes, pero la noche era tan clara, que
Sofía Petrovna veía cómo el viento movía los faldones del abrigo de Ilin y los
cortinajes de la terraza. Veía también la palidez del rostro del abogado, que
esforzándose por sonreír, deformaba el labio superior.
—¡Sonia, Sóniechka, amada mía! —
murmuró antes que ella comenzase a hablar—. ¡Bella y querida Sonia!
En
un arrebato de ternura, con la voz empañada por las lágrimas, le prodigó los
nombres más cariñosos y comenzó a tutearla como si fuese su mujer o su amante.
Inesperadamente le rodeó la cintura con un brazo y con el otro le aprisionó una
mano.
—¡Hermosa mía! —musitó, mientras
besaba su cuello—. Sé sincera y vente conmigo.
Ella
se desprendió del abrazo y levantó la cabeza para estallar de indignación pero
no consiguió indignarse, y toda su virtud se limitó a la consabida frase de las
mujeres del montón en circunstancias parecidas:
—¡Está usted loco!
—¡Véngase, vamos! —continuó Ilin —.
Lo mismo ahora que cuando hablamos en el banco me he convencido de que usted es
tan impotente como yo… ¡Usted también está perdida! Me ama y ahora sostiene una
lucha inútil con su conciencia…
Como
la viera retirarse, el abogado la asió del encaje de una manga y terminó con
voz atropellada:
—Más tarde o más temprano tendrá que
ceder. ¿Para qué perder el tiempo? Querida Sonia de mi alma: la sentencia está
dictada; ¿qué necesidad hay de aplazar su ejecución? ¿A qué viene el engañarse
a sí misma?
Sofía
Petrovna se desasió y corrió hacia la puerta. Una vez en la sala, cerró el
piano maquinalmente, permaneció un buen rato contemplando la viñeta de la
partitura y se sentó. No podía ni pensar ni estar de pie. Su animación y su
brío se habían convertido en débil impotencia y fastidio. La conciencia le
decía que se había portado aquella noche como una chiquilla casquivana y
estúpida, recordándole que acababa de ser abrazada en la terraza y todavía notaba
un contacto inquietante en el talle y en la mano. En la sala, desierta, sólo ardía
una vela. Lubiantseva, sentada sobre un taburete redondo ante el piano,
permanecía inmóvil, como en espera de algo. Y un deseo irresistible comenzó a
apoderarse de ella, como aprovechándose de su extremo agotamiento y de la
oscuridad reinante. Igual que una serpiente, le atenazó el cuerpo y el alma; y,
creciendo por segundos, dejó de ser una amenaza inmaterial para erguirse
claramente ante ella, en toda su desnudez.
A
la media hora de estar allí sentada, pensando ya sin recato en Ilin, levantose
perezosamente y se encaminó al dormitorio. Andréi Ilich estaba ya acostado.
Sofía Petrovna tomó asiento junto a la ventana abierta y se entregó a sus
pensamientos. Ya no había la menor «confusión» en su mente. Todos sus
pensamientos e ideas tendían a un fin bien definido. Pretendió desterrarlos,
pero desistió al instante. ¡Qué fuerte y qué implacable era su enemigo! Para
combatirlo necesitaba energía y vigor, pero ni su nacimiento, ni su educación,
ni su vida, le habían dado una base en la que sustentarse.
«¡Inmoral, perdida! ¡Es eso lo que
eres!», se increpaba a sí misma por su impotencia.
Su
honestidad ofendida se rebelaba contra esta impotencia, de tal modo, que llegó
a proferir contra su propia persona cuantos insultos conocía y a confesarse
muchas verdades humillantes y amargas. Se dijo, por ejemplo, que nunca había
sido honesta, que no había caído antes por falta de ocasión y que su «lucha
diaria» sólo fue un pasatiempo y una comedia…
«Admitamos que he luchado —
cavilaba—. Pero ¿qué lucha ha sido la mía? Hasta las prostitutas se resisten
antes de venderse, pero acaban vendiéndose. ¡Bonita lucha! Es como la leche,
que se corta en un segundo. ¡En un segundo!».
Llegó
a confesarse que no eran los sentimientos los que la impulsaban a abandonar su
casa, ni tampoco la personalidad de Ilin, sino las sensaciones que la
esperaban… Era una veraneante frívola, como tantas otras.
«Matáronle la madre al pajarillo»,
cantó fuera de la casa una voz de bajo.
«Si he de irme, ya es hora», decidió
Sofía Petrovna, y los latidos de su corazón se aceleraron con terrible fuerza.
—¡Andréi! —casi gritó—. Dime una
cosa: ¿nos iremos? ¿Verdad que nos iremos?
—Sí… Ya te he dicho que te vayas tú
sola.
—Pero, óyeme —suplicó ella—. Si no
te vienes conmigo, corres el riesgo de perderme. Mira que me parece que…, que
ya estoy enamorada…
—¿De quién?
—Eso debe serte indiferente —gritó
Sofía Petrovna.
Andréi
Ilich se incorporó, sacó los pies del lecho y se quedó mirando con perplejidad
la borrosa figura de su mujer.
—¡Pura fantasía! —bostezó.
Aunque
no lo creía, experimentó cierta inquietud. Después de reflexionar un poco y de
hacer a su esposa varias preguntas intrascendentes, expuso su criterio acerca
de la familia y del adulterio, habló con monotonía cosa de diez minutos y tornó
a acostarse. Sus sentencias no surtieron el menor efecto positivo. ¡Hay en este
mundo muchos criterios, y más de la mitad de ellos pertenecen a gentes que
nunca han sufrido una desgracia!
Pese
a lo tardío de la hora, aún había veraneantes paseando. Sofía Petrovna se echó
sobre los hombros una toquilla ligera y estuvo indecisa un momento. Aún tuvo
valor para decir al soñoliento esposo:
—¿Duermes? Voy a dar una vuelta…
¿Quieres venir conmigo?
Era
su última esperanza. Al no obtener respuesta, salió de la casa. Soplaba un
viento fresco, pero ella, ajena al viento y a la oscuridad, seguía su camino…
Una fuerza irresistible la impulsaba a andar y la hubiera empujado por la
espalda si hubiese querido detenerse.
«¡Indecente, perdida!», murmuraba
Sofía Petrovna maquinalmente. Sofocada, encendida de vergüenza, ni siquiera
notaba el suelo bajó los pies, pero el impulso hacia adelante era más fuerte
que su pudor, su razón y su miedo.
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