El siguiente es uno de
mis cuentos favoritos, por lo cómico, real y de mucho aprendizaje, del mismo
rescato la siguiente frase: “No pretendo nada, porque lo que yo querría
no puedo pretenderlo”
CORAZONADAS
Apreté dos veces el
timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz
descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé
que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que
se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. “Vengo por el aviso”, dije.
“Ya lo sé”, gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié
las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.
Después vino la señora,
impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como. “Buenos días.” “¿Su
nombre?” “Celia.” “¿Celia qué?” “Celia Ramos.” Me barrió de una mirada. La
pipeta. “¿Referencias?” Dije tartamudeando la primera estrofa: “Familia Suárez,
Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel Pereira 3252,
teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraíaga 3362, sin teléfono.” Ningún gesto.
“¿Motivos del cese?” Segunda estrofa, más tranquila: “En el primer caso, mala
comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero, trabajo de mula.” “Aquí”,
dijo ella, “hay bastante que hacer”. “Me lo imagino.” ” Pero hay otra muchacha,
y además mi hija y yo ayudamos. ” “Sí, señora.” Me estudió de nuevo. Por
primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo. “¿Edad?” “Diecinueve.”
“¿Tenés novio?” “Tenía.” Subió las cejas. Aclaré por las dudas: “Un atrevido.
Nos peleamos por eso.” La Vieja sonrió sin entregarse. “Así me gusta. Quiero
mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni de mover el
trasero.” Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. “En casa y fuera de casa.
No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?” “Sí, señora.” ¡Ula
Marula! Después de los tres primeros días me resigné a soportarla. Con todo,
bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me pusieran los nervios
de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el hígado. No así la hija,
Estercita, veinticuatro años, una pituca de ocai y rumi que me trataba como a
otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía el patrón, don Celso,
un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con cara de malandra y ropas
de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los senos por encima
de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la excusa del
diario para investigarme como cosa suya. Juro que obedecí a la Señora en eso de
no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha andado un
poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han dicho que
en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras tanto no
es posible sofocar mi naturaleza. O sea que el muchacho se impresionó. Primero
se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De modo
que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, pormigo misma, lo
tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer demasiado
asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. “Hay otra
muchacha” había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya estaba
solita para todo rubro. “Yo y mi hija ayudamos”, había agregado. A ensuciar los
platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta panza de
tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase Isolina o la
Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de avispada y
lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré. A quién va
a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos, jugando al
tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo a mi
padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono
bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros
con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en
seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo
para mí y aguantate piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el
joven Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo
le haya aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las
letras que yo con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la
honradez y basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: “Ya verás,
putita”, cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó
los ojos y mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó
bruta trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera.
Yo le dije: “Usted a mí no me pega, ¿sabe?” y allí nomás demostró lo contrario.
Peor para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca
pero se la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a
veintitrés y yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso
tenía guardado un papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo
había leído, porque nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo
quedamos en la casa la niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar
el papel gris. Era una carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón
frases como ésta: “Xx xxx x xx xxxx xxx xx xxxxx”.
La guardé en el mismo
sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión decente y barata de la
calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un amigo de Tito no pude
negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una noche y yo lo recibí
delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la pensión. Él se
disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se la di. En lo
que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a menudo al
cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el tratamiento
del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo pretendía.
Allí tuve una corazonada: “No pretendo nada, porque lo que yo querría no puedo
pretenderlo”.
Como ésta era la primera
cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante, lo suficiente para
meter la pata. “¿Por qué?”, dijo a gritos, “si ése es el motivo, te prometo
que…” Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo, le pregunté: “Vos sí…
pero, ¿y tu familia?” “Mi familia soy yo”, dijo el pobrecito.
Después de esa
compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos, revistas. Pero
yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta doña Cata
hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don Celso
había contestado: “Lo que faltaba.” Pero después se ablandó. Un tipo pierna.
Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la Vieja se
puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la izquierda, a
Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca, nunca. Estuvo
como tres horas diciendo nunca. “Está como loca”, dijo el Tito, “no sé qué
hacer”. Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola, porque don
Celso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale con su
barrita de La Vascongada. O sea que a las siete me fui a un monedero y llamé al
nueve siete cero tres ocho. “Hola”, dijo ella. La misma voz gangosa,
impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la
toalla como turbante en la cabeza. “Habla Celia”, y antes de que colgara: “No
corte, señora, le interesa.” Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban.
Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don
Celso guardaba en su escritorio. Silencio. “Bueno, la tengo yo.” Después le
pregunté si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el
menor de los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. “Bueno, también la tengo yo.”
Esperé por las dudas, pero nada. Entonces dije: “Piénselo, señora” y corté. Fui
yo la que corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara
embadurnada y la toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito
radiante, y desde la puerta gritó: “¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja!” Claro
que afloja. Estuve por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara.
“No se opone pero exige que no vengas a casa.” ¿Exige? ¡Las cosas que hay que
oír! Bueno, el veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con
juez, en la mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita
me mandó un telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: “No
creas que salís ganando. Abrazos, Ester.”
En realidad, todo esto
me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la tienda con la Vieja.
Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me miró de refilón desde
abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o ignorarme o ponerme en
vereda.
Creo que prefirió el
segundo y para humillarme me trató de usted. “¿Qué tal, cómo le va?” Entonces
tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de nailon, le contesté
tranquila: “Yo bien, ¿y usted, mamá?”
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