No me considero un asiduo lector, soy flojo y muy caprichoso con las lecturas, puedo pasar días sin encontrar un solo libro que me motive a leerlo, suelo obsesionarme con lecturas fuertes a vistas de otros o peor aún suelo obsesionarme con un escritor (Lo sigo, lo busco, lo leo, hasta que que me siento complacido), Por lo que no me definiría como un buen lector solo uno que busca un poco de paz y escape de este mundo.
Este año decidí entregarme plenamente a los cuentos, en agradecimiento a mi abuelita Victoria, los mejores cuentos que he podido escuchar y entender han sido producto de mi poco sueño de niño y su gran paciencia para complacerme. Considero que hoy amo la lectura gracias a sus relatos, hoy me gusta leer también gracias a mi abuelito, por su obsesión con la historia del Perú, hoy en día leo gracias a ellos, por su capacidad de inventarme historias y demostrarme que solo se requiere tener espíritu de superación para sobresalir (ambos juntos no sumaban una primaria entera pero me inspiraron e impulsaron a conocer incontables mundos).
Como es un año de cuentos, en la busqueda de ellos me tope con una contraporta : “Me gusta una buena historia bien contada. Por esa misma razón, a veces me veo obligado a contarlas yo mismo." Una persona capaz de decir ello simplemente es sorprendente (algunos pueden decir sobervio) pero al leer muchos de sus cuentos uno puede notar que Twain es un viajero de mundos, un transportados para sus lectores, de su compilado de cuentos considero el mejor de todos el "Canibalismo en los Vagones del Tren", encontrarlo en Internet puede resultar difícil es así que lo comparto para que todos puedan disfrutarlo plenamente como yo lo hice.
CANIBALISMO EN LOS VAGONES DEL TREN
Recientemente
estuve en Saint Louis, y al regresar hacia el oeste, después de cambiar de tren
en Terre Haute (Indiana), subió en una de las estaciones del trayecto un
caballero de aspecto benévolo y agradable, de unos cuarenta y cinco o cincuenta
años, y se sentó junto a mí. Estuvimos hablando animadamente durante más o
menos una hora sobre temas diversos, y encontré que era un hombre
extraordinariamente divertido e inteligente. Cuando se enteró de que yo era de
Washington, empezó de inmediato a preguntarme acerca de varios cargos públicos
y de los asuntos del Congreso, y enseguida me di cuenta de que mi interlocutor
era un hombre muy familiarizado con los entresijos de la vida política en la
capital, e incluso de los procedimientos, costumbres y actitudes de los
senadores y representantes de las Cámaras de la Asamblea Legislativa. En aquel
momento, dos hombres se detuvieron cerca de nosotros durante un instante, y uno
le dijo al otro:
—Harris,
si haces esto por mí, nunca lo olvidaré, muchacho.
Los
ojos de mi nuevo camarada se iluminaron agradablemente. Pensé que aquellas
palabras habían despertado en él algún recuerdo feliz. Luego su rostro se
serenó y se tornó pensativo, casi sombrío. Se volvió hacia mí y me dijo:
—Déjeme
que le cuente una historia; déjeme revelarle un capítulo secreto de mi vida, un
capítulo del que no he vuelto a hablar con nadie desde que acontecieron los
sucesos que voy a narrarle. Escuche pacientemente y prométame que no me
interrumpirá.
Le
dije que no lo haría, y empezó a relatarme la extraña aventura que sigue,
hablando a veces animadamente, otras con melancolía, pero siempre con completa
seriedad y cargado de sentimiento.
El
día 19 de diciembre de 1853 partí en el tren nocturno que salía de Saint Louis
en dirección a Chicago. No éramos más que veinticuatro pasajeros en total. No
había ni mujeres ni niños. Estábamos todos de un humor excelente, y no tardaron
en entablarse agradables relaciones amistosas. El viaje se presentaba bajo los
mejores auspicios, y no creo que nadie de aquel grupo tuviera el más vago
presentimiento de los horrores por los que muy pronto tendríamos que pasar.
A
las once empezó a nevar copiosamente. Poco después de abandonar el pequeño
pueblecito de Welden, nos adentramos en las interminables praderas desiertas
que se extienden durante leguas y leguas de tierras inhóspitas. El viento, sin
encontrar el obstáculo de árboles o colinas, ni tan siquiera de alguna roca
aislada, silbaba con violencia a través del llano desierto, y arrastraba la
nieve como la espuma de las olas encrespadas de un mar tempestuoso. La nieve se
acumulaba rápidamente, y al observar que el tren disminuía de velocidad,
supimos que la locomotora se iba abriendo paso cada vez con más dificultad. De
hecho, en algunos momentos casi llegó a pararse del todo, en medio de grandes
ventisqueros que se atravesaban sobre la vía como lápidas colosales. La
conversación empezó a decaer. La alegría se trocó en grave preocupación. La
posibilidad de quedar atrapados en la nieve en la pradera desierta, a cincuenta
millas de la casa más cercana, se representó en la mente de todos y fue
extendiendo su depresiva influencia sobre nuestros espíritus.
A
las dos de la mañana fui despertado del inquieto sueño en que me había sumido
al darme cuenta de que a mi alrededor había cesado todo movimiento. La horrible
verdad cruzó como un relámpago por mi mente: ¡estábamos bloqueados por la
nieve! «¡Todo el mundo al rescate!» Y todos nos apresuramos a obedecer. Al
salir a la lúgubre oscuridad de la noche, con la nieve azotándonos bajo la
incesante tempestad, el corazón nos dio un vuelco a todos, asaltados por la
certeza de que perder un solo momento podría acarrearnos la muerte. Palas,
manos, tablas... cualquier cosa, todo lo que pudiera desplazar la nieve, se
puso al momento en acción. Era una estampa ciertamente extraña, ver a aquel
reducido grupo de hombres luchando frenéticamente contra la nieve amontonada,
con sus siluetas oscilando entre la más negra penumbra y la luz airada del
reflector de la locomotora.
Bastó
apenas una hora para comprobar que nuestros esfuerzos eran completamente
inútiles. En cuanto retirábamos un ventisquero, la tormenta volvía a
obstaculizar la vía con una nueva docena. Y, para colmo de males, descubrimos
que en la última carga que la locomotora había llevado a cabo contra el
enemigo... ¡se habían roto las bielas de las ruedas! Aun cuando lográramos
despejar la vía, no podríamos proseguir el viaje. Volvimos a subir al vagón,
extenuados por el trabajo y totalmente abatidos. Nos reunimos en torno a las
estufas para evaluar detenidamente nuestra situación. No teníamos provisiones
de ningún tipo: esa era nuestra mayor desgracia. No corríamos riesgo de
congelarnos, ya que llevábamos gran cantidad de leña en el furgón. Ese era
nuestro único consuelo. La discusión llegó a su fin cuando aceptamos la
descorazonadora conclusión del conductor: caminar cincuenta millas a través de
una tempestad de nieve como aquella representaría la muerte para cualquiera que
lo intentara. No podíamos enviar a nadie a buscar ayuda, e incluso si lo
hiciéramos no lo conseguiría. Teníamos que resignarnos y esperar, con toda la
paciencia que pudiéramos, a que llegara el auxilio, ¡o a morir de hambre! Creo
que hasta el corazón más endurecido que allí pudiera haber experimentó un
momentáneo escalofrío al oír aquellas palabras.
Al
cabo de una hora la conversación se extinguió hasta convertirse en un débil
murmullo aquí y allá del vagón, que se percibía a intervalos entre las ráfagas
de viento; la luz de las lámparas fue bajando, y la mayoría de los náufragos se
refugiaron entre las sombras oscilantes para pensar —para olvidar el presente,
si podían—, y para dormir, si lo lograban.
La
noche eterna —sin duda nos lo pareció a nosotros— fue desgranando lentamente
sus horas hasta que por fin, al este, despuntó el gris y frío amanecer. A
medida que la luz fue creciendo en intensidad, los pasajeros empezaron a
rebullir y a dar signos de vida uno tras otro, y cada uno se echaba hacia atrás
el sombrero que le había caído sobre la frente, estiraba sus miembros entumecidos
y lanzaba una mirada por la ventanilla hacia la desoladora perspectiva. ¡Y era
realmente desoladora! No se veía por ninguna parte ni un solo ser vivo, ni una
sola morada humana: tan solo el vasto desierto blanco, lienzos de nieve alzados
por el viento formando montículos por doquier, y un diluvio de copos que caían
en remolinos impidiendo ver el firmamento.
Durante
todo el día deambulamos arriba y abajo por los vagones, entregados a nuestros
pensamientos y hablando muy poco. Otra noche monótona e interminable... y el
hambre.
Otro
amanecer, otro día de silencio, de tristeza, de hambre atroz, de inútil espera
de un auxilio que no podía llegar. Una noche de inquieto duermevela, lleno de
sueños de festines... y el descorazonador despertar entre retortijones de
hambre.
Llegó
y transcurrió el cuarto día... ¡y el quinto! ¡Cinco días de horrible
encarcelamiento! Un hambre salvaje se traslucía en todas las miradas. Todas
reflejaban el brillo de una espantosa idea, el presentimiento de algo que iba
adquiriendo una forma imprecisa en la mente de todos, algo que ninguna boca se
atrevía a convertir en palabras.
Transcurrió
el sexto día; el séptimo amaneció sobre el grupo de hombres más demacrados,
macilentos y desesperados que jamás hayan estado a la sombra de la muerte.
¡Había que decirlo ya! ¡El sombrío pensamiento que había estado germinando en
la mente de todos estaba dispuesto por fin a aflorar a los labios! La
naturaleza había forzado hasta el extremo: tenía que ceder. RICHARD H. GASTON,
de Minnesota, alto y de una lividez cadavérica, se levantó. Todos sabían lo que
iba a venir. Todos estaban preparados: toda emoción, toda expresión de
excitación frenética se había serenado, y solo una seriedad tranquila y
pensativa se traslucía en los ojos que tan salvajes habían mirado últimamente.
—Caballeros,
no se puede postergar por más tiempo. ¡Ha llegado el momento! Debemos
determinar quién de nosotros ha de morir para proporcionar alimento a los
demás.
EL
SEÑOR JOHN J. WILLIAMS, de Illinois, se levantó y dijo: «Caballeros, propongo
al reverendo James Sawyer, de Tennessee».
EL
SEÑOR WM. R. ADAMS, de Indiana, dijo: «Yo propongo al señor Daniel Slote, de
Nueva York».
EL
SEÑOR CHARLES J. LANGDON: «Yo propongo al señor Samuel A. Bowen, de Saint
Louis».
EL
SEÑOR SLOTE: «Caballeros, yo deseo declinar mi nombramiento en favor del señor
John A. van Nostrand, Júnior, de New Jersey».
EL
SEÑOR GASTON: «Si no hay objeción, se accederá al deseo del caballero».
EL
SEÑOR VAN NOSTRAND objetó, y la renuncia del señor Slote fue desestimada.
También los señores Sawyer y Bowen declinaron su designación, pero fueron
desestimadas sobre las mimas bases.
EL
SEÑOR A. L. BASCOM, de Ohio: «Propongo que se cierre la lista de las
candidaturas y que la asamblea empiece la votación para la elección».
EL
SEÑOR SAWYER: «Caballeros, protesto enérgicamente contra este procedimiento.
Es, bajo cualquier punto de vista, irregular e improcedente. Propongo
desestimarlo inmediatamente y que elijamos a un presidente de la asamblea,
asistido por los cargos correspondientes, y luego podremos abordar el asunto
que nos ocupa con toda ecuanimidad».
EL
SEÑOR BELL, de Iowa: «Caballeros, protesto. No es este momento para detenerse
en formalismos ni en consideraciones protocolarias. Durante más de siete días
hemos estado privados de alimento. Cada momento que perdemos en inútiles
discusiones no hace más que acrecentar nuestro infortunio. Yo estoy conforme
con las designaciones que aquí se han hecho, y creo que todos los caballeros
presentes también lo están. Por mi parte, no veo por qué no hemos de proceder
inmediatamente a elegir a uno o varios de los designados. Deseo ofrecer mi
resolución...».
EL
SEÑOR GASTON: «También esta sería protestada, y nos pasaríamos todo el día
discutiendo las normas, lo cual no haría más que aumentar el retraso que usted
desea evitar. El caballero de New Jersey...».
EL
SEÑOR VAN NOSTRAND: «Caballeros, soy extranjero entre ustedes; no he buscado la
distinción que me ha sido conferida, y siento una cierta desazón...».
EL
SEÑOR MORGAN, de Alabama [interrumpiéndole]: «Yo me decanto por la propuesta
anterior».
La
moción se llevó a cabo y, naturalmente, el debate se prolongó. Se aprobó la
propuesta de elegir cargos, y se constituyó una asamblea formada por el señor
Gaston como presidente, el señor Blake como secretario, los señores Holcomb,
Dyer y Baldwin como miembros del comité de candidaturas, y el señor R. M.
Howland como proveedor, para asistir al comité en las nominaciones.
Se
acordó tomar un receso de media hora, durante el cual se pudo oír cierto
rumoreo. Al sonar el aviso, la asamblea volvió a reunirse y el comité designó
como candidatos a los señores George Ferguson, de Kentucky, Lucien Herrman, de
Louisiana, y W. Messick, de Colorado. La propuesta fue aceptada.
EL
SEÑOR ROGERS, de Missouri: «Señor presidente, una vez presentada debidamente la
candidatura ante la asamblea, propongo una enmienda a la misma para sustituir
el nombre del señor Herrman por el del señor Lucius Harris, de Saint Louis, a
quien todos conocemos bien y tenemos en gran estima por su honorabilidad. No
quisiera que se me entendiera como que pretendo empañar la valía y la posición
del caballero de Louisiana; nada más lejos de mi intención. Le respeto y le
estimo tanto como puede hacerlo cualquiera de los caballeros aquí presentes,
pero ninguno de nosotros puede negarse a la evidencia de que, durante la semana
que hemos permanecido aquí encerrados, ha perdido más carnes que cualquiera de
nosotros; nadie puede cerrar los ojos ante el hecho de que el comité no ha
cumplido con su deber, ya sea por negligencia o por alguna falta más grave, al
elegir por sufragio a un caballero que, por puros que sean los motivos que le
animan, tiene muy poco alimento que ofrecernos...».
EL
PRESIDENTE: «El caballero de Missouri debe sentarse inmediatamente. La
presidencia no puede permitir que se ponga en entredicho la integridad de este
comité, salvo que se haga siguiendo el cauce habitual y ateniéndose a las
reglas. ¿Qué decisión toma la asamblea con respecto a la moción del
caballero?».
EL
SEÑOR HALLIDAY, de Virginia: «Yo propongo una nueva enmienda a las
designaciones, para sustituir al señor Messick por el señor Harvey Davis, de
Oregón. Tal vez algunos caballeros aducirán que las durezas y las privaciones
de la vida en un estado fronterizo han endurecido algo al señor Davis; pero,
caballeros, ¿es este el momento de pensar en durezas? ¿Es este el momento de
ponerse quisquillosos con trivialidades? ¿Es este el momento de discutir acerca
de asuntos de mezquina insignificancia? No, caballeros; lo que necesitamos
ahora es corpulencia: sustancia, peso, corpulencia..., estos son ahora los
requisitos supremos, y no el talento, ni el genio, ni la educación. Insisto en
mi moción».
EL
SEÑOR MORGAN [muy excitado]: «Señor presidente, me opongo rotundamente a esta
enmienda. El caballero de Oregón es viejo, y además es corpulento solo de
huesos, no de carne. Yo pregunto al caballero de Virginia: ¿es caldo lo que
queremos o una buena sustancia sólida? ¿Es que quiere embaucarnos con una
sombra? ¿Quiere burlarse de nuestros sufrimientos dándonos un espectro de
Oregón? Yo le pregunto si puede mirar a los rostros angustiados a su alrededor,
si puede mirar directamente a nuestros tristes ojos, si puede escuchar el
latido de nuestros corazones expectantes, y aun así pretender que nos
conformemos con ese fraude medio muerto de hambre. Yo le pregunto si puede
pensar en nuestro desolador presente, en nuestras pasadas amarguras, y en
nuestro lúgubre futuro, y aun así arrojarnos despiadadamente este despojo, esta
ruina, esta piltrafa, este huesudo y correoso vagabundo de las inhóspitas
costas de Oregón. ¡Ah, no! ¡Jamás! [Aplausos]
Después
de un reñido debate, la moción fue sometida a votación y rechazada. Luego se
discutió la designación como sustituto del señor Harris en virtud de la primera
enmienda. Se procedió a la votación. Se llevaron a cabo cinco escrutinios, sin
resultado. Al sexto salió elegido el señor Harris, habiendo votado todos por
él, excepto él mismo. Se propuso entonces que su elección fuera ratificada por
unanimidad, lo cual no fue posible, ya que volvió a votar contra sí mismo.
EL
SEÑOR RADWAY propuso que la asamblea procediera a elegir entre los candidatos
restantes al que serviría como desayuno al día siguiente. El proceso se llevó a
cabo.
En
la primera votación se produjo un empate: la mitad de los miembros se decantó
por un candidato a causa de su juventud, y la otra se decantó por otro a causa
de su mayor corpulencia. El presidente otorgó el voto decisivo a este último,
el señor Messick. Esta decisión provocó considerable disgusto entre los
partidarios del señor Ferguson, el candidato derrotado, y hubo ciertos rumores
de que se procediera a una nueva votación; pero cuando se disponían a ello, se
presentó y aceptó una moción para aplazar la votación, y la asamblea se
disolvió al instante.
Durante
un buen rato, los preparativos para la cena distrajeron la atención de los
partidarios de Ferguson del debate acerca de la afrenta recibida, y luego,
cuando quisieron retomarlo, el feliz anuncio de que el señor Harris estaba ya
listo acabó con toda intención de seguir discutiendo.
Improvisamos
varias mesas con los respaldos de los sillones del vagón y nos sentamos a ellas
con el corazón pleno de agradecimiento para disfrutar de la magnífica cena por
la que suspirábamos desde hacía siete torturadores días. ¡Cómo cambió nuestro
aspecto del que presentábamos hacía apenas unas horas! Hasta entonces, impotencia,
hambre, ojos de triste desdicha, angustia febril, desesperación; y, en un
momento, agradecimiento, serenidad, un goce demasiado intenso para ser
proclamado. No me equivoco al decir que fue la hora más dichosa de mi
atribulada existencia. El viento aullaba fuera, haciendo que la nieve golpeara
furiosamente contra nuestro vagón-cárcel, pero ni uno ni otra podían hacernos
sentir ya desgraciados. Harris me gustó. Sin duda podría haber estado un poco
más hecho, pero puedo asegurar que nunca he hecho tan buenas migas con un
hombre como con Harris, y que nadie me ha proporcionado nunca tan alto grado de
satisfacción. Messick también estuvo muy bien, aunque quizá tenía un gusto un
poco fuerte, pero como auténtico valor nutritivo y fibra delicada, nadie como
Harris. Messick tenía sus buenas cualidades, no es mi intención negarlo ni
pienso hacerlo, pero era tan adecuado para un desayuno como lo hubiera sido una
momia: nada. ¡Qué delgadez! ¡Y qué duro! ¡Ah, estaba durísimo! No puede usted
imaginarse hasta qué extremo. Es que no puede ni imaginárselo.
—¿Me
está usted diciendo que...?
—Por
favor, no me interrumpa. Después de desayunar, elegimos a un hombre llamado
Walker, de Detroit, para cenar. Era exquisito. Así se lo conté por carta a su
mujer. Era digno de todo elogio. Siempre me acordaré de Walker. Sabía un poco
extraño, pero suculento. Y a la mañana siguiente tuvimos a Morgan, de Alabama,
para desayunar. Era uno de los hombres más deliciosos que he tenido el gusto de
conocer: apuesto, educado, refinado, hablaba perfectamente varias lenguas...,
un perfecto caballero. Todo un caballero, y singularmente sabroso. Para cenar
tuvimos a aquel patriarca de Oregón, y vaya un fraude, no hay discusión
posible: viejo, correoso, duro; nadie puede imaginarse hasta qué punto. Así que
acabé diciendo: «Caballeros, ustedes harán lo que les parezca, pero yo estoy
dispuesto a esperar a que se haga otra elección». Y Grimes, de Illinois, dijo:
«Caballeros, yo voy a esperar también. Cuando elijan a alguien que
verdaderamente tenga “algo” que lo merezca, me uniré a ustedes con mucho
gusto». Pronto se hizo patente el desagrado general respecto a Davis, de
Oregón, así que, para conservar la buena armonía que tan agradablemente había
imperado desde Harris, se convocó otra elección que dio como resultado la
designación de Baker, de Georgia. ¡Estaba espléndido! Bueno, bueno... después
de este, vinieron Doolittle, Hawkins, McElroy (hubo algunas quejas acerca de
McElroy, porque era extraordinariamente bajo y delgado), Penrod, dos Smith, Bailey
(Bailey tenía una pierna de palo, lo que evidentemente era una merma, pero por
lo demás estaba excelente), un chico indio, un organillero y un caballero que
respondía al nombre de Buckminister: un pobre vagabundo seco como un palo, que
ni servía como compañía y mucho menos como desayuno. Nos alegramos de haberle
elegido antes de que llegara el auxilio.
—¿Así
que por fin llegó el bendito auxilio?
—Sí,
llegó una mañana clara y soleada, justo después de una votación. El elegido fue
John Murphy, y puedo asegurar que él habría sido el mejor de todos; pero John
Murphy regresó con nosotros en el tren que vino a socorrernos, y vivió para
casarse con la viuda de Harris...
—¿La
viuda de...?
—La
viuda de nuestra primera elección. Se casó con ella, y ahora es un hombre
feliz, respetado y próspero. ¡Ah, fue como una novela, señor, como una
auténtica novela...! Esta es mi parada, señor. Ahora debo despedirme. Cuando
considere usted oportuno pasarse uno o dos días por mi casa, estaré encantado
de recibirle. Me gusta usted, señor. Hasta diría que le he tomado cierto
afecto. Puede que incluso llegara a gustarme tanto como el mismo Harris. Buenos
días, señor, y que tenga un viaje agradable.
Y
se marchó. Jamás en mi vida me había sentido tan asombrado, angustiado y
desconcertado. Pero en el fondo me alegraba de que se hubiera marchado. Con
aquellos modales tan exquisitos y aquella voz tan suave, me estremecía cada vez
que dirigía su mirada hambrienta hacia mí; y cuando escuché que me había ganado
su peligroso afecto y que estaba en su estima casi a la altura del finado
Harris... ¡por poco se me para el corazón!
Me
sentía anonadado hasta límites inimaginables. No dudaba de su palabra; no podía
cuestionar ni un solo punto de una declaración impregnada de una verdad tan
grave como la suya; pero sus horripilantes detalles me sobrepasaban y sumían
mis pensamientos en una espantosa confusión. Vi que el revisor se me quedaba
mirando y le pregunté:
—¿Quién
es ese hombre?
—En
otro tiempo fue miembro del Congreso, y uno de los buenos. Pero en una ocasión
se quedó atrapado en un tren durante una gran nevada, y al parecer casi murió
de hambre. Quedó tan trastornado por el frío y tan consumido por la falta de
alimento, que después de aquello perdió la cabeza durante dos o tres meses.
Ahora está bien, solo que es monomaníaco, y cuando habla de aquel viejo asunto
no hay manera de pararle hasta que se ha comido todo el cargamento humano de
aquel vagón. Si no llega a tener que apearse, a estas horas ya habría acabado
con toda la gente del tren. Se sabe sus nombres tan de corrido como el
abecedario. Cuando se los ha comido a todos y solo queda él, entonces siempre
dice: «Habiendo llegado la hora de la habitual elección para el desayuno, y al
no encontrar ningún tipo de oposición, salí debidamente elegido, tras lo cual,
al no plantearse ninguna objeción, renuncié. Por eso estoy aquí».
Me
sentí indeciblemente aliviado al saber que solo había estado escuchando las
inofensivas divagaciones de un demente, en lugar del relato de la experiencia
real de un caníbal sanguinario.
1868
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