Sofía
Petrovna, esposa del notario Lubiantsev, hermosa mujer de unos veinticinco
años, avanzaba lentamente por el bosque en compañía del abogado Ilin, que
habitaba en una casa de campo vecina a la suya. Eran las cuatro y pico de la
tarde. Sobre el camino flotaban densas nubes blancas y esponjosas, por entre
las cuales, a retazos, asomaba el cielo, de un azul brillante. Las nubes
permanecían inmóviles, como atenazadas por las cimas de los viejos y altos
pinos. Reinaba la calma y hacía bochorno.
Allá
a lo lejos interceptaba el camino el terraplén de un ferrocarril por el que iba
y venía un guarda, armado de un fusil. E inmediatamente, tras el terraplén,
elevaba su blanca silueta una hermosa iglesia de seis cúpulas y techo mohoso.
—No esperaba encontrarle aquí — dijo
Sofía Petrovna bajando la vista y arrastrando la punta del quitasol por la
hojarasca seca—. Pero me alegro de haberle encontrado. Tengo que hablarle en
serio, para acabar de una vez: ¡por favor, Iván Mijaílovich: si verdaderamente
me ama usted y me respeta, cese en su persecución! Me sigue usted como mi
sombra, me mira con ojos devoradores, se me declara a cada momento, me escribe
unas cartas extrañas y… no sé cuándo va a terminar todo esto. ¿Adónde vamos a
parar, Dios mío?
Ilin
no respondió. Sofía Petrovna dio varios pasos más y continuó: